Análisis de Javier Darío Restrepo
BOGOTÁ, 9 nov (IPS) - La fotografía que publicaron en primera página los diarios colombianos hacía pensar en las murallas de Troya. Unas largas escaleras de madera contra las vigas de un puente al que trepaban decenas de personas que querían pasar de Venezuela a Colombia.
La Guardia Nacional de Venezuela había cerrado las entradas y salidas y los habitantes de frontera burlaban la vigilancia cruzando por las trochas de los contrabandistas. No se trataba, como en la guerra de Troya, de tomar una ciudad, sino de ejercer su derecho al trabajo, al libre tránsito o, en último término, a vivir donde siempre han vivido.
La frontera colombo-venezolana de 2.219 kilómetros es una línea viva donde habitantes de los dos países mantienen relaciones familiares, de comercio, de intercambio cultural y de servicios, que convierte los dos lados de la zona fronteriza en un territorio común. Esta mancomunidad le ha dado al conflicto una doble dimensión.
Una es la del conflicto entre los gobiernos, y otra, muy distinta, la que vive la población de frontera.
La movilización de 15.000 efectivos de la Guardia Nacional a los departamentos de frontera, en el oeste venezolano, el cierre de los pasos fronterizos, la guerra verbal contra Bogotá son hechos que se explican dentro de un contexto en el que no pueden ignorarse los problemas internos de Venezuela.
El domingo, el mandatario de Venezuela, el izquierdista Hugo Chávez, dijo en su programa semanal "Aló Presidente": "Compañeros militares, no perdamos un día en el cumplimiento de nuestra principal misión: prepararnos para la guerra y ayudar al pueblo a prepararse para la guerra".
El gobierno de Chávez está sintiendo el desgaste político causado por el racionamiento de energía y de agua, el encarecimiento de los alimentos, en gran parte importados, el aumento del desempleo, el impacto negativo de los bajos precios del petróleo, principal producto de exportación venezolano, y los altos índices de inseguridad ciudadana.
La oposición se ha encargado de poner en evidencia esa situación y la ha relacionado con el recrudecimiento de las acusaciones al presidente colombiano, el derechista Álvaro Uribe, como una cortina de humo.
En una columna publicada por el diario El Tiempo, la experta internacionalista Socorro Ramírez señaló, como explicación, "la necesidad de Chávez de contar con un conflicto externo para distraer a la población de sus problemas internos".
El antecedente más directo del conflicto es la decisión de Bogotá de ceder a Estados Unidos el uso de siete de sus bases militares, con el propósito declarado de combatir el narcotráfico y la guerrilla colombiana.
Pero la presencia militar estadounidense en Colombia data de muchos años.
El peligro para Chávez es de otra clase, según la citada Ramírez: esas bases "son un elemento de disuasión y de contención del proyecto bolivariano", un viejo sueño chavista que encontró, en su avance, una muralla en Colombia, reforzada por la presencia que Estados Unidos desplegará en esas bases.
También está en riesgo el liderazgo que construía el presidente venezolano, con sus generosas ayudas en petróleo a gobiernos del área y con sus periódicos golpes mediáticos.
En los meses que han corrido desde la cumbre de la Unión Suramericana de Naciones (Unasur) celebrada en la sureña ciudad argentina de Bariloche, donde se vio a un Chávez discreto y en un lugar secundario, el liderazgo de su par brasileño, Luiz Inácio Lula da Silva, se ha fortalecido, tanto más cuanto que los problemas internos de Venezuela y la caída de la popularidad de su presidente se han intensificado.
Pero de este lado de la frontera también fluye combustible para el conflicto.
"¿Qué mueve a Uribe a disgustar a una parte de América Latina que aborrece las bases extranjeras?", se preguntó Miguel Ángel Bastenier en un análisis publicado en el diario español El País.
Desde el lado colombiano el conflicto se explica porque para Uribe es evidente que el gobierno venezolano favorece a la guerrilla de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) y es permisivo con la del Ejército de Liberación Nacional (ELN), que llevan 45 años en armas.
Dentro de la peculiar lógica de las guerras, "el amigo de mis enemigos es mi enemigo". Visto así, Chávez actúa como enemigo, según la óptica de Bogotá.
Y si Chávez teme una agresión militar desde Colombia, con apoyo de Estados Unidos, y hunde el pedal armamentista, Colombia, sin recursos ni voluntad para usar armas, apela al argumento disuasivo de la presencia de Estados Unidos en siete de sus bases militares para defenderse.
Mientras tanto, los habitantes de la zona fronteriza, los empresarios que viven de las exportaciones a Venezuela, lo mismo que los venezolanos que mantienen productivas relaciones comerciales con Colombia, ven el conflicto de otra manera.
Para ellos el efecto más inmediato es el impacto económico. "El costo de una mala relación es muy alto. Esto nos significa una reducción de la producción industrial del 10 por ciento", declaró la senadora del opositor Partido Liberal de Colombia, Cecilia López. Esa clase de efectos es lo nuevo e inmediato.
Lo viejo y sabido para la población fronteriza es la situación de guerra desbordada del viejo conflicto interno colombiano. En esos 2.219 kilómetros, en que la selva ocupa la mitad, se libra una guerra múltiple bajo la ley de la selva.
Allí combaten 295 hombres del Frente 33 de las FARC, 300 del ELN y 50 del Ejército Popular del Liberación (EPL). Mantienen más de 100 rutas de la droga las Águilas Negras y las Águilas Doradas, bandas paramilitares de ultraderecha, y hay 150 hombres armados del grupo paramilitar Los Rastrojos en alianza con la guerrilla del ELN.
Si se les agregan los 1.500 contrabandistas de gasolina y los miembros de los grupos delincuenciales que se mueven por ese vasto territorio, se tiene una idea de la naturaleza de esa vieja guerra.
Estos datos han sido el resultado de los estudios de la Fundación Progresar y del Observatorio de Política Social de Norte de Santander, dos entidades que le han seguido la pista al conflicto regional.
La guerra informal, sin leyes ni dignidad, llegó a la frontera antes que la Guardia Nacional convocada por el presidente Chávez para la guerra anunciada el pasado domingo.
Según Uribe, su administración no levantará muros, ni acudirá a las acciones de guerra, sino a la gestión de organismos internacionales y mediadores. El jefe del gobierno español, José Luis Rodríguez Zapatero, y Lula, están convocados para esa operación de mediación que podría concretarse en la reunión de la norteña ciudad brasileña de Manaos, prevista para el 26 de noviembre, cuando se reunirán los estados amazónicos.
Allí se deberá ir más allá de las fórmulas protocolarias habituales, porque el objetivo será la firma de un pacto de no agresión y la creación de un mecanismo para procesar acusaciones, o sea, la desactivación de las crisis que amenazan periódicamente la paz entre las dos naciones.
El vídeo repetido hasta el cansancio en estos días, en que se ve a trabajadores colombianos enfrentados con piedras y palos a la guardia venezolana en un puente internacional fue interpretado como una pre-guerra.
Esa lectura se agravó ante las afirmaciones de Oscar Tulio Lizcano, que escapó en octubre de 2008 de un cautiverio de ocho años en manos de las FARC. "Durante mi secuestro corroboré que altos mandos de las FARC estarían dispuestos a participar de un conflicto y su partido estaría del lado del presidente venezolano. Han asegurado que su capacidad logística por las selvas colombianas, adquirida en décadas de guerra interna, está a su disposición".
Pero lejos de esas lecturas está la que se hace sobre la realidad cotidiana de la frontera. Colombianos y venezolanos parecen más dispuestos a defender sus negocios, su trabajo y sus hogares que a comprometer su vida en una inútil guerra promovida por ilusiones de poder.
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