Por José Pulido
Blacamán contempla el Orinoco y trata de oír sus aguas, sus aleteos, sus chapoteos, sus tripas oscuras y prehistóricas. Aguza la mirada, como lo hace todos los días en la mañana, creyendo que alguna vez tendrá ante sus ojos la revelación de una sirena. En el fondo de su corazón tiene la certeza de que ha recorrido medio mundo buscando una sirena para probarse realmente, para saber hasta dónde llega su poder hipnótico. Duerme leones, amansa caimanes, emboba a las culebras y con sólo pasarle una mano por encima a una gallina la convierte en un plumero inmóvil, pero ¿podrá con una sirena? ¿resistirá el gran Blacamán la atracción de una mujer semidesnuda, de un pez medio vestido cantando una canción tan antigua como el aire y con una voz que debe ser completamente distinta a todo lo que el hombre ha oído?. La camisa de algodón que hace poco sacó del baúl se pega a su piel, está empapada en sudor, revela el pelero del hombre; sus axilas parecen nacimientos de río. Un barco ha llegado y decenas de caleteros presurosos descargan mercancía.
Blacamán se siente fascinado ante el hormiguero humano que reparte los cargamentos en grandes carretas jaladas por bueyes y burros. Largas caravanas de carromatos con barandas hechas con yagrumos y palmeras se balancean a orillas del río y se esfuman en la ruta que lleva hacia El Callao.
Ese nombre le inquieta, le produce comezón espiritual. Quisiera ir a El Callao en busca de oro, como todos los hombres silenciosos que llegan a Ciudad Bolívar y se largan inmediatamente rumbo a la selva cargados de herramientas, pero él desea con más intensidad recorrer metro a metro este continente caliente y extraño. Cierra los ojos y queda como enmantillado en un capullo rojizo, en una cúpula que cambia de tonos a medida que aprieta o afloja los párpados. Blacamán sueña con ciudades extraordinarias, lugares donde encontrará elefantes con cinco trompas, tigres diminutos que caben en una mano, sirenas de río que hacen el amor con los hombres y buscan el orgasmo en las profundidades de las aguas. También ansía regresar un día a Italia con un barco lleno de esos seres fabulosos, todos ellos pendientes de sus órdenes. "El circo más maravilloso del mundo..." pronuncia, y recostado a una baranda de hierro colado mira venir a Isidoro.
Isidoro se preocupa por él, hay una remembranza indefinible que se traga con la saliva, de pirata cuidando a su capitán. Como Isidoro es de Ciudad Bolívar consigue todo más barato. "Ya podemos comer", dice Isidoro y Blacamán comienza a caminar con él y a descender hacia el mercado donde los pescadores llegan y las mujeres transforman en humo fragante lo que sus redes han atrapado. A Blacamán le gusta ese desayuno, pero siempre espera a que Isidoro le avise. Isidoro se siente un ser privilegiado. Toda la población le pregunta cómo es Blacamán. Aunque lo han visto en el circo y le pasan a un lado, no se atreven a dirigirle la palabra porque lo consideran un verdadero mago, un brujo misterioso. Isidoro inventa. Dice que lo ha visto hacer desaparecer una cotúa, que en una ocasión sacó un diamante del interior de un pescado frito.
Blacamán come lentamente, saboreando aquellos pescados y aquel pan de maíz caliente. A veces siente nostalgia dolorosa por las pastas, los espaguetis, los macarrones.
-Hay un problema, señor Blacamán...-interrumpe Isidoro.
-¿Problema? ¿qué problema? Blacamán pregunta sin levantar la cabeza.
Isidoro mira la gran cabeza peluda clavada en el plato y oyendo el sonido de "¿problema? ¿qué problema?", lo percibe como una bestia mitológica, que disfruta ese mundo pequeño, de detalles, olores, sabores. Una escama, unas vértebras, unas espinas casi transparentes.
-El muchacho de los letreros lo denunció ante la Ley del Trabajo... es una ley nueva. Él dice que usted no le quiere pagar lo que valen su arte y su tiempo.
-¿Ese muchacho?, pregunta destemplado Blacamán. Tiene todos los dientes de plata pero no se ríe mucho. Su cabellera es gris y parece la mota de un africano. Las barbas le cubren la mitad de la cara y son grises también. Aunque de vez en cuando se mira en el espejo, no se había dado cuenta perfecta de que su apariencia es tan exótica como la magia que pretende poseer. Se percató de ello cuando vio el retrato que le hizo aquel muchacho. Deseaba un retrato así para su circo y cuando le dijeron que aquel adolescente sabía pintar fue hasta allá y le pidió el trabajo.
-Ese muchacho es un pintor de carteles de cine...no debería quejarse..., dice Blacamán.
Isidoro coloca la mano izquierda como un toldo sobre su labio superior y por debajo mete un palillo. Jurunga sus dientes.
-Hace los carteles para los tres cines de Ciudad Bolívar y pinta uno cada cinco minutos porque tiene que hacer cincuenta todos los días. Ese muchacho es muy serio señor Blacamán. Trabaja mucho.
Blacamán recuerda que el muchacho flaquísimo y desgarbado se quedó mirándolo detenidamente el día que se conocieron y le dijo que sí lo pintaría. "Yo lo he visto durmiendo una gallina", le comentó el muchacho y Blacamán salió tieso del lugar pensando que el retrato no iba a ser de su gusto.
Cuando el joven artista terminó el retrato se quedó asombrado por la expresión, la atmósfera y por lo fuera de lugar que parecía su rostro en todo aquel universo. Blacamán le entregó cuarenta bolívares al muchacho pensando en que era una pequeña fortuna para un jovencito así. El pintor le dijo que no:
-Usted me debe ochenta bolos... eso es lo que vale el tiempo invertido en ese cuadro.
Blacamán se rio con ferocidad y se llevó el cuadro dejando los cuarenta bolívares. Ahora Isidoro le dice que está metido en un problema legal, de justicia y nada menos que en una tierra extranjera.
-Todo el mundo le dice al muchacho "¿cómo vas a pelear con Blacamán que duerme animales, que desaparece las cosas, que carga un león para todas partes?" Pero él no hace caso y repite "tiene que pagarme mis ochenta bolívares".
-Sí...voy a pagárselos...¿dónde queda lo de la Ley del Trabajo?
-La cita es por la tarde. Yo lo llevo. Ahí van a preguntarle cosas a los dos y entonces usted paga y ya está, afirma satisfecho Isidoro.
Blacamán termina de comerse su pescado y ya Isidoro sabe que debe pedir el otro, que no le basta con uno ni con dos y que ahora va a preguntar por el aguacate.
-Traiga otro con aguacate, señora Luisa, exige orgulloso de ser el intermediario.
Blacamán tararea una canción en italiano. Es hermosa la melodía. Isidoro sabe que Blacamán está ahora en un lugar distante. También vibra con las preguntas que él le hará esa mañana sobre las sirenas. Isidoro inventará e inventará y contará historias de sirenas que rodean las piedras del río y muestran senos arropados por collares de algas y oro; sirenas bellísimas que también han comenzado a tomarlo a él por asalto en sueños espectaculares.
-¿Cómo se llama ese muchacho?
-¿Qué dice?
-¿Cómo se llama el pintor?, pregunta Blacamán.
Isidoro se llena de miedo, cree que Blacamán usará su magia contra el jovencito, pero si se niega a darle el nombre también le puede lanzar un maldeojo a él con todo y el gran azabache que lleva en su pecho. Sin embargo Blacamán lo mira sonriente. Sus dientes de plata hacen que el sol ardiente atraviese las breñas de los bigotes y las barbas, dientes que ahora están cargados con hilachas de pescado y son los dientes de un animal viejo y triste.
-Usted…¿est· bravo con él?, pregunta.
-No. Es un niño…es un niño... ¿cómo se llama?
Isidoro suspira y se resigna a responder:
-Jesús Rafael Soto...se llama Jesús Soto.
-Soto..., murmura Blacamán y contempla el río otra vez mientras se traga el ojo delicioso de un pescado gris.
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