Por Leopoldo Puchi
Toda catástrofe, bien sea natural o bien el resultado de un trastorno del sistema económico, tiene como efecto que revela las entrañas de la sociedad donde ocurre. Su condición profunda sale a la superficie. Lo mejor y lo peor de ella. Así ha ocurrido con las inundaciones que castigan a centenares de miles de venezolanos.
Que la sociedad venezolana está políticamente fracturada, ya se sabe. Cada sector, oposición o gobierno, se mantiene encerrado en sus posiciones. La devastación se ha convertido en un nuevo escenario de la lucha por el poder, una oportunidad para hacer proselitismo, casi en el borde de la promoción electoral. Cada uno a la caza del otro para devorarlo. La candidatura de Chávez para 2012, se ratifica. La de Capriles Radonsky, la bañan.
Si la división política es evidente, la turbulencia de las aguas ha sacado a flote otro fraccionamiento, no por menos visible menos hondo: el de las clases sociales, que viven de espaldas unas a otras. Mundos distintos y lejanos, en los que se hace difícil que un siniestro se viva, se sienta, como un drama común, en los que se paraliza la solidaridad espontánea, la de una familia que se encuentra en la tragedia. No es casual que sea otra instancia, el Estado, la que haya decidido sobre los hoteles ni la reacción que esta decisión ha desatado.
División política, que ha imposibilitado la cooperación entre el Gobierno central y algunos gobiernos locales; honda fractura social que se traduce en la poca o nula disposición a cooperar de las clases altas con los más desposeídos; y, por si fuera poco, un Estado ineficiente y burocratizado, con graves limitaciones para atender el infortunio y, sobre todo, para ejecutar las indispensables políticas de prevención, de reducción de vulnerabilidades, dotación de viviendas y planificación urbana. Durante el desastre natural se ha puesto en evidencia la incapacidad del gobierno para elaborar y ejecutar planes estratégicos de urbanismo. Los anuncios hechos, como la Misión Villanueva, se han quedado en el papel. Y se han seguido construyendo, a lo largo de estos diez años, nuevas barriadas sin planificación ni servicios.
Si no hay disposición a cooperar, en el terreno político y en el social, no se puede hablar de reconciliación. La tragedia que se vive era una extraordinaria oportunidad para el encuentro. Pero ni siquiera la Iglesia hizo un gesto para que el rico le tendiera la mano al pobre. El terreno de la lucha está mojado, pantanoso. Allí se resbalan medios, gobierno y oposición.
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