Por José Pulido
Si los árboles hablaran, si los gallos conversaran, si las piedras dialogaran, si el pasado preguntara, si los caminos recordaran y rezaran los caballos, hablarían como Guillermo Morón. Su voz es sabia, cortante, refulgente y contiene todos los oficios, existencias, artificios, sentimientos y soñaciones que el ser humano de todas las clases y de cualquier Època ha practicado y perfeccionado.
Ese hombre es un inmenso solitario que se difumina como un espejismo asoleado en el territorio de los conocimientos. Su voz nace de las hondas raíces que la inteligencia sembró y el talento nutrió. Su carne se evapora y se transforma en palabras. Su cuerpo terminará siendo un libro. Guillermo Morón nació para convertirse en novela. Benditos los que nacen para leer con fruición y agradecimiento, ese conglomerado de maravillas que se fueron juntando en el escritor, desde que estaba chiquito, como llenando un pozo sin fin.
En cada tiempo vivido recogió espiritualidades, comportamientos, se bebió el sentir de las calles y las casas, de los techos y los patios, como agua de panela. Entendió el rol de las flores y comprendió la idiosincrasia femenina; en el pasitrote de las bestias y en la brisas calientes de los paisajes escuchó la música de todos los ayeres y la envió al futuro.
Puso los pies en la tierra asumiendo la historia de la esquina y el curriculum del universo. Se llenó de lenguajes duros, ensangrentados, transparentes, heróicos, tÌmidos, propios y cargados de cariño. Sabe más que la generalidad de los seres humanos sobre la humanidad; su erudición es un océano en cuyo fondo reposan las nubes que alguna vez pasaron por su casa, como diría William Shakespeare. Tiene academia y burdel, tiene misa y gallera, tiene arte y técnica, es urbano y sabanero; es un ángel endiablado. Lees una línea suya y aprendes lo que no sabías; lees un párrafo nacido de su lucidez y vives lo que no habías vivido; recorres un capítulo escrito por él y conoces a los seres que se fueron para siempre sin que los retuviera una fotografía. Puedes llorar o reir por la suerte de alguien que deambuló anónimo hace dos siglos en cualquier Continente.
Pasarán muchos años, añales y añísimos, para que aparezcan lectores lo suficientemente curtidos y sensibles como para reconocer la obra artística que vibra en la novela El gallo de las espuelas de oro, por ejemplo. Gracias a Dios: a lo lejos, en la distancia del mañana más mañaneado que se pueda imaginar, lo leerán sin los prejuicios esos, tan parroquiales, de que era un señor antipático, o de que tenía sus cosas de godo porque nunca salía sin corbata de la casa y hasta se ponía corbata cuando se hallaba encerrado escribiendo.
Yo que conozco a Guillermo Morón desde hace décadas y somos amigos verdaderos, debo confesar que lo admiro y lo aprecio y que por eso escribo este torbellino fraterno. Él es uno de los escritores que más conmueve las entrañas de la venezolanidad. Porque se le ocurren unas escrituras tan especiales, y usa esos giros, esas voces, esos retruécanos sentimentales que revelan en toda su belleza el mestizaje. Él urde y teje esas voces que mutan a los personajes en sonajas, mandolinas, charrascas y acordeones. Suenan con musicalidad de ancestros. Y aquella poesía que va reventando como el onoto, como los amaneceres, como las flores de las tunas.
Uno quiere escribir algo así y no le sale. Porque es necesario vivir lo que él ha vivido y hay que macerar lo que él ha guardado en su mente y en su corazón. Cosa imposible, porque sólo hay un Guillermo Morón. Yo pensaba que Carora era un invento suyo. Y cuando fui a Carora por primera vez, me sentí como si estuviera metido en una conversación de Guillermo, en una metáfora de Guillermo, en un sueño, en un cuento, de esos que ha compartido por toda la eternidad con sus lectores. Conocí Carora de esquina a esquina y de placita a placita. Y aquello era como andar caminando por el centro de la imaginación de don Guillermo. Y me dije "qué cuestión más interesante: este pueblo parece una novela y Guillermo Morón se ha quedado fundado y plantado en medio de la soledad, como enorme y elocuente caserío".
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