Por José Pulido
Un viento fresco, de los que huelen a palo de agua, sopló de repente y ella entró al Ateneo de Caracas como si ese viento estuviera amarrado a su pañoleta. Su voz saltó aquí, allá, por ahí, "¿qué tal? ¿cómo le va? ¿cómo amaneció?" hasta que el ascensor se la llevó con inclemente rapidez.
Tenía en ese momento 95 años de edad y ahora tiene cien. Caminaba como si fuera una muchacha llevando una bandera. Y hasta eso tiene significado a partir de María Teresa Castillo porque en realidad ella es una especie de bandera humana que simboliza la constancia.
Todas las mujeres venezolanas que hoy dan un paso al frente en todas las luchas y en todos los trabajos, en disímiles protagonismos y en millones de búsquedas, transitan caminos que ella hizo más anchos, y sépanlo o no, tienen una deuda bonita con esa señora que ha dedicado, por lo menos, 80 años de sus 100, a la tarea de mostrar cuánta fuerza ha puesto y seguirá poniendo la mujer para mejorar el mundo.
Ella fue pionera en el periodismo, en la acción cultural de vanguardia, en la actualización del conocimiento. Se atrevió a ir contra la corriente y a transformar la rutina en pasión de vida. En los años treinta y a lo largo de más de un lustro, mantuvo el primer programa radial femenino del país, con Ana de Amengual y Carmencita Serrano.
Parece que anduviera con ellas, que caminara acompañada de Josefina Juliac y Antonia Palacios; de María Luisa Escobar y Cachi de Corao. Parece que estuviera reporteando todavía en Ultimas Noticias, con Analuisa Llovera y Carmen Clemente Travieso, bajo la conducción inigualable de Kotepa Delgado. Da la impresión de que conversa con Alberto de Paz y Mateos o con Alejo Carpentier.
Hace cinco años la vi con su misma sonrisa de optimismo imborrable, con el mismo brillo de linterna en los ojos; caminando arrolladora y con esa disposición a creer en los demás que siempre ha sido su actitud existencial. Le pueden ofrecer un arco iris y lo agarra, si le muestran una utopía la acaricia.
Todos los seres humanos son iguales para ella y por eso está más allá de los desacuerdos y las rabias. Ese lugar por donde transita, a veces con ganas de ver una película o de toparse con un grupo teatral ensayando, ha sido durante varias décadas un hervidero de actividades que alimentaron de entusiasmo creador a cada juventud que brotó con ganas de crecer y de vivir.
Cuántos grupos se han esfumado, cuántos amigos se han ido. Es como si se hubiera llegado a una etapa en que lo único factible es recordar. Solazarse con el recuerdo de los grandes momentos expresivos. Tu país está feliz, Rajatabla, Bolívar, los foros, los libros, miles de artistas de todo el mundo llegando a esa estación en un tren invisible.
Recuerdo aquí, en este vacío, a Horacio Peterson; recuerdo aquí en este vacío a Carlos Giménez, recuerdo aquí en este vacío a Peter Stein, a Jacques Lacan, a Julio Cortázar, a Miguel Otero Silva, a Pablo Neruda, a Barbarito Diez. Recuerdo aquí, en este vacío a Tomáz Pandur, Nicolás Curiel, José Antonio Rial, Gabriel García Márquez, Anna Julia Rojas, Margot Benacerraf. Recuerdo aquí en este vacío a cientos y cientos de grupos. A Javier Vidal, Julie Restifo, Isaac Chocrón, Esteban Herrera, Román Chalbaud, Rodolfo Santana. Els Joglar, La Commedia del Arte, El Ornitorrinco. Edgar Antonio Moreno Uribe tomando notas.
En estos días la vi y sentí deseos de volverla a ver. Ondeando su alegría como una bandera. Ese optimismo ingenuo y limpio, que ha dado tanto durante tanto tiempo. El aguacero se desató con furia y por alguna razón, las gotas parecieron miles de aplausos para ella. Miles de aplausos naturales para María Teresa Castillo. Yo la vi, solita, mirando los cortinajes de la lluvia. Era como la madre de todos, preguntándose en un susurro "¿dónde estarán los muchachos?".
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