Por José Pulido
Hace mucho tiempo, Santo, el enmascarado de plata, estuvo a punto de morir. Se quedó colgado de una rama, al borde de un barranco en cuyo fondo siempre era de noche, porque el sol no llegaba hasta esas profundidades.
Un demonio con fauces de lobo y mirada de vampiro trató de reventar la rama, pero en eso, el aire se convirtió en una medalla, cuyo centro ocupaba la imagen de Kira, la bruja que lo amaba. Kira espantó al monstruo con un hechizo, salvando una vez más a un hombre cuyas facciones ella tampoco había contemplado jamás.
Lo que quisieron decir al llamarlo Santo, el enmascarado de plata, era, simplemente, que usaba una mascara plateada, pero sopesar ese mote de "Santo, el enmascarado de plata", daba la impresión de que aquel personaje era una especie de santo bañado en plata, un hombre bueno que se había disfrazado de metal precioso para pelear contra el mal.
Esas curiosas máscaras que él y otros como el Médico Asesino, Black Shadow y Blue Demon usaron, se volvieron tan simbólicas en México, que ahora muchas personas las usan de manera cotidiana, sin tener que explicar por qué lo hacen.
La otra vez, en una revista, mostraron a una ama de casa lavando ropa con su máscara de luchador puesta y también retrataron a un médico enmascarado que asisitía al nacimiento de un niño. La madre, el niño y el médico se veían de lo más normales.
Santo andaba muy tranquilo por la calle, vestido con un flux gris, y se detenía en todas partes porque la gente le preguntaba cotidianidades y le pedía autógrafos, aunque él simplemente compraba verduras, frutas, pan y todas esas cosas, como cualquier persona. Pero cargaba la máscara puesta y ningún policía lo detenía para pedirle la cédula. Más bien los policías lo saludaban con admiraciçon "¿quihubo, Santo?".
En los años cincuenta, la felicidad de un niño latinoamericano consistía en quedarse a solas leyendo suplementos con las aventuras de Santo, el enmascarado de plata. Eran suplementos realizados con escenas fotografiadas, como si se tratara de una televisión en papel. La verdad es que Santo no se veía tan musculoso como los luchadores o los atletas de la actualidad, inclusive, parecía un gordito que metía la barriga, pero a la hora de pelear daba unos saltos espectaculares y sabía aplicar llaves que provocaban la rendición del más pintado.
Era el luchador más popular de México y por lo tanto de América Latina. Y no sólo se enfrentaba a los gladiadores más rudos del planeta: también, en el escenario de los suplementos-comic, luchaba contra las fuerzas del mal, incluyendo a una serie de terroríficos personajes del mças allá, aunque en este tipo de casos siempre contaba con la ayuda de Kira, quien en los instantes más tranquilos se le aparecía como una mujer hermosa, pero cuando la situación se ponía peliaguda se materializaba en forma de anciana que acababa de cumplir, por lo menos, doscientos años. Santo la besaba de todas maneras, porque en el fondo él pensaba que esa cara de anciana era una máscara de Kira, aunque lo más probable es que Kira se disfrazaba de muchacha bonita para no asustar ni espantar demasiado al héroe.
Lo cierto es que la lucha libre se convirtió en el espectáculo interesante y multimillonario que es en la actualidad, gracias a la pasión que los mexicanos desataron con sus personajes. Y en esa cúspide siempre estará de primero Santo, el enmascarado de plata.
Para aquellos días, hace más de cincuenta años, usaban más o menos los mismos recursos que utilizan los luchadores de la actualidad. Llamaban "blade" a la hojilla de afeitar que los luchadores escondían pegada con adhesivo a una de las muñecas. Muchos usan ese recurso todavía. Con esa hojilla se hacían cortes en la frente para sangrar de verdad. Nada de ponerse jugo de tomate. Algunos luchadores se mataron al caer sobre las sillas metálicas del público y se han seguido aporreando con ellas. La lucha libre es mentira y es verdad, como las artes escénicas, y por eso es que sigue atrapando fanáticos y en Estados Unidos es una industria tan grande que hasta venden muñecos parecidos a los luchadores más populares.
Pero ningún guerrero del ring ha sido como Santo, el enmascarado de plata. En una revista mexicana del año 1984, se reseñaba que el 5 de febrero de ese año había muerto el incansable protagonista. Se decía que un hijo suyo continuaría usando aquella máscara. El hijo del Santo. Ahí estaban todos sus amigos en el entierro del hombre. En el ataúd descansaba un difunto con su máscara plateada. No mostraban su rostro, tenían que decir, lógicamente, que parecía dormido, que su cara no había cambiado. Pero a quienes no lo sabían, le revelaron su nombre: se llamaba Rodolfo Guzmán Huerta.
-Rodolfo era buen padre…
-Buen hijo…
-Buen esposo…
-Rodolfo era un magnífico luchador…
Todo eso y más comentaban. Flotaba como un elemento raro el hecho de que lo llamaran Rodolfo. Y en el fondo de una de las tantas fotos que tomaron en Mausoleos del Angel, se hallaban entristecidos todos los luchadores con sus máscaras y los que no usaban máscaras también exponían sus gestos de dolor.
Inclusive, circuló la especie de que una mujer bellísima, vestida de blanco, miró fijamente el sepelio desde lejos. No explicaron cómo pudieron enterarse de su belleza si se mantuvo tan distante, unas quinientas tumbas más allá.
Muchos luchadores aseguraron que se trataba de Kira, pero no faltó un destroza ilusiones argumentando que Kira sólo fue un personaje ficticio y nada más.
Decirle ficticia a ella, que lo salvó tantas veces. Una mujer que debe haber llorado desconsoladamente, quinientas tumbas más allá, al enterarse de que Santo, el enmascarado de plata, se llamaba Rodolfo Guzmán Huerta y era un hombre de su casa.
Y si Kira estuvo allí, su corazón se debe haber agrietado más, al saber que la esposa de Santo, el enmascarado de plata, fue la única que mujer que pudo verle el rostro, de pasadita, en una de esas noches apasionadas.