Por José Pulido
George Herman Ruth nació el 6 de febrero de 1895 en un barrio bajo de Baltimore. De niño lo llamaban el pequeño Ruth, porque era chiquitico. Cuando murió, en esa misma ciudad, el 16 de agosto de 1948, medía dos metros y dos centímetros. Tenía la misma cara de bebé que nunca le abandonó, pero arrugada, como un guante de beisbol.
Comenzó desde muy temprano a hilar su destino. A los seis años de edad servía botellas de cerveza en un bar que su padre administraba. Una tarde se armó una trifulca, y unos hombres se cayeron a tiros. La policía llegó y actuó con mano dura: el niño que estaba escondido debajo de una mesa fue hallado culpable de conducta criminal, porque en vez de ir a la escuela se hallaba en un establecimiento para adultos.
Fue condenado a pasar quince años en un reformatorio llamado Escuela Industrial de Saint Mary, de la iglesia católica. Los tipos que dispararon siguieron en la calle, igual que ocurre en estos tiempos.
En aquel reformatorio, enseñaba deportes el padre Matthias, quien aparte de mostrarle el camino del Señor, le reveló los secretos del bateo y varios lanzamientos de pelota. Ruth bateaba, corría y crecía. En 1912, la escuela de niños castigados ganó el campeonato escolar con su equipo, porque cara de bebé Ruth bateó 60 jonrones.
Cuando tenía 17 años y le faltaban cuatro para salir del reformatorio, lo vio jugando Jack Dunn, un representante de los Orioles de Baltimore, quien lo liberó de su reclusión amparándolo como tutor. Dunn llevó al muchacho a las ligas menores, y en poco tiempo saltó a Grandes Ligas.
De los Orioles de Baltimore pasó a los Medias Rojas de Boston y de allí a los Yankees de Nueva York, el equipo donde definitivamente se convertiría en el pelotero más famoso de todos los tiempos. Nunca una pelota fue tan importante como cuando la golpeaba Babe Ruth, a quien los neoyorkinos de origen italiano preferían llamar bambino.
El 15 de abril de 1920 debutó con los Yankees. El juego estaba pautado para las ocho de la noche, pero desde las nueve de la mañana había colas para entrar al Yankee Stadium. Todos querían conocer a aquel muchacho de enorme estatura, cuya imagen expresaba ingenuidad y fuerza, inocencia y agresividad. El bambino era como un Goliath con cara de Niño Jesús.
A las ocho de la noche, cuando Babe Ruth salió al campo, la ovación pareció un terremoto y quedó registrada como la más ruidosa y prolongada que se le había ofrendado a un deportista.
En cuatro turnos al bate, el Babe conectó un sencillo, dos dobles y un jonrón. Terminó la temporada rompiendo un récord en las Grandes Ligas al acumular 54 jonrones. La primera vez que susurraron en las tribunas "está acabado" fue en el año 1925, cuando apenas logró batear 25 jonrones, pero en 1927, el cuarto bate de los Yankees de Nueva York, estableció otra marca al batear 60 jonrones, contra unos lanzadores que podían matar un toro de un pelotazo.
El 25 de mayo de 1935, fue la última vez que jugó. Tenía 40 años de edad, y le costaba salir del vestuario de los Bravos de Boston. Eran las siete de la noche, cuando Babe Ruth se puso el uniforme, buscó su bate Wilson y caminó vacilante con sus 126 kilos de peso y sus dos metros y dos centímetros de estatura. Gigantesco y aporreado por cierta abúlica tristeza, salió a batear en lo que iba a ser su juego final en las ligas mayores. El público lo sabía y se puso de pie lo más silenciosamente posible.
"Está acabado" pensaban, sin terminar de creerlo. Muchos fanáticos acariciaban sus bolsillos tanteando barajitas de Babe Ruth y mirándolo subirse a la caja de bateo, como quien se coloca ante un escuadrón de fusilamiento.
Guy Busch, el zurdo de los Piratas de Pittsburgh quería ser su verdugo en esa noche estrellada, donde las fragancias de los árboles se confundían con el fuerte olor de la mostaza, vertida sobre miles de perros calientes que nadie se atrevía a morder.
Busch disparó dos pelotas malas y Babe las dejó pasar. La tercera llegó bajísima y sin embargo Babe le soltó un batazo burdo, como si le hubiesen tapado los ojos en una piñata. Se retiró un instante del home y observó al público. Todas los ojos le enfocaban. No quería interpretar aquellas miradas, pero sentía a la multitud asomada a un precipicio, contemplando anonadada la versión engramada del cementerio de los elefantes. Babe parecía cansado y su uniforme daba dolor con ese número tres borrándose de tanto uso.
El zurdo Busch lo puso en tres y dos y sonrió mostrando una burlona media luna de marfil. Pero en el lanzamiento final, que envió cual puñalada trapera, Babe Ruth alcanzó la bola en el centro, con un swing corto. Su bate preferido cayó al suelo en cámara lenta y el bambino se quedó mirando hacia el jardín central. La pelota se fue como una golondrina buscando campanario y Babe comenzó a recorrer las bases, mientras el público gritaba ante el jonrón 714, que por primera vez registraba la historia del beisbol. Dos minutos más tarde el gigante se sentó en el vestuario, quizás llorando, o tal vez abismado por la segunda ovación más grande que hasta ese momento se había oído en ningún estadio.
Lo cierto es que la noche en que se retiró disparando el jonrón 714, fue la más larga de la historia: el público tuvo que esperar casi cuarenta años para conocer a alguien capaz de batear 715 jonrones, sin haber pasado por un bar a los seis años de edad.
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