Sab, 12 de Junio 2010, 00:53:35 -- Actualizado: Mie, 17 de Diciembre 2008, 06:17:22
Un cuento para recordar
La historia de un poeta medio chiflado que amó a una princesa demasiado real, y recordó con nostalgia aquellos días cuando era joven y soñaba. EDGARDO “YAYO” AGÜERO SÁNCHEZ Caracas, Venezuela


 
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 Aclaratoria pertinente

 

¿Por qué un cuento? Muy sencillo. Había pensado obsequiarte una esplendida alhaja. Una joya que dignificara tu belleza, que exaltara tu prestancia y buen gusto. Pensé en piedras preciosas, algo a la altura de tus expectativas. Había visto un collar de diamantes pero vino Daddy Yankee y se me adelantó. Después no encontraba como decidirme entre un zafiro y un rubí. Me devanaba los sesos buscando algo más práctico. Un reloj, me dije. Si, pero fue peor el remedio, porque entre un Rolex, un Bulgari y un Cartier, se me planteó el mismo dilema. Fue cuando pensé en un perfume. ¿Qué tal una deliciosa fragancia? Y me pasee por una gama infinita de aromas. Todas muy exquisitas, hasta que ¡zass! se me prendió el bombillito y pensé que estando en navidad y que la navidad es una época esencialmente asociada con la espiritualidad. Así que me dije: no tiene porque ser necesariamente un regalo codificado dentro de un valor específico y comercial, un valor material quiero decir, asociado con el consumo y el materialismo tan desbordado en nuestros días. Podría ser algo de un gran valor espiritual; nada más apropiado para una fecha donde se conmemora el nacimiento del hijo de Dios. Ahora el problema era en qué podría consistir el dichoso obsequio? Así que, considerando tu fina sensibilidad y esa curiosidad innata  en ti por conocer, por saber cada vez más de todo. Pensé: ¿Qué tal un poema, o un cuento? Sí, mejor un cuento porque un poema es muy corto y una novela es muy larga; y a estas alturas del partido no me daría tiempo. Entonces recordé cómo y de qué manera habían ocurrido las cosas en el pasado de alguien que no quisiera mencionar para no comprometer su reputación y buen nombre, pero cuya anécdota un tanto curiosa no deja de ser interesante. Así que aquella historia quedaría plasmada por obra y gracia del arte literario para el disfrute de quienes aman este género y tuyo en especial que al fin y al cabo eres el motivo de todo.

E. A. 
 
 
 

 Un cuento para recordar

 Para Leyssath Batista

 

Aunque parezca ficticio, este relato se asemeja a la vida de muchos. Resume una historia de  amor entre un poeta medio chiflado, un tanto envejecido y exageradamente fantasioso. Obsesionado por una criatura de Dios, que sólo podrían imaginar aquellos que alguna vez han amado con toda intensidad. Venida de no supo donde, de las regiones inconmensurables de la tierra o del cielo inasible; sólo que de pronto surgió en su vida como una aparición, convirtiéndose para él en una persona muy especial. Fue cuando íntimamente comenzó a experimentar un confuso y perturbador sentimiento. No obstante la cubrió de halagos con hermosas y tiernas palabras. Le escribió mensajitos por kilos, poemas por toneladas y hasta un cuento le escribió.  

Ella estaba en la flor de su vida, abriendo como las corolas. Le aseguraba no sentirse para nada especial y muy por el contrario considerarse “una mujer común y corriente”. Pero a los ojos del poeta, era sencillamente genial, un ser extraordinario. “La mujer más bella del mundo”, “Casi un sueño” y se extasiaba al recordarla. Era lo que podría decirse un romántico a la vieja usanza, desfasado de los nuevos tiempos. Un dinosaurio casi en este mundo de sexo desenfrenado.  Vivía prendado de sus palabras. Si ella decía por ejemplo: “Habrá tiempo luego”, el muy tonto iba y escribía un poema titulado “Habrá tiempo luego”. Si lo que decía era: “Si yo no fuera yo”, allá iba él a plasmar en finos caracteres el poema “Si yo no fuera yo”. O cuando soltaba una frase digna de ser comentada, él, la atesoraba consigo como a una joya, y así por el estilo. Podría decirse que se había convertido un esclavo de sus palabras. Ella lo miraba con cierta conmiseración, como a una especie de eslabón perdido entre la inmadurez y la insensatez.  

El poeta, empecinado como estaba en soñar, sostenía que si todos marchamos a la conquista de un sueño. Si Calderón aseguraba que la vida era un sueño. Si Berkeley pensaba que el mundo es un sueño de Dios. Si Chuang Tzu soñó que era una mariposa. Si en Las ruinas circulares, el personaje se da cuenta que está siendo soñado por otro y que su existencia acabará con el despertar del soñante. Lo más lógico entonces era que él tuviera derecho a soñar con esa intensidad, a soñarla con esa intensidad. Porque, -decía- la realidad es quizás la etapa culminante de los sueños. Consiste en su materialización, es decir, su real-ización. Soñamos las cosas para que luego se hagan tangibles y concretas, para que se materialicen en la realidad.  

No comprendía o no quería comprender que la princesa de sus sueños no era más que una mujer real de carne y hueso, pragmática, objetiva, claramente determinada, muy temperamental, con los pies bien puestos sobre la tierra y la cabeza en asuntos muy concretos y reales como la realidad del mundo real, que suele ser a veces tan concreta como un muro de concreto. Aunque la frugalidad de sus pocos años transitaba el momento en que se ansía ser “dura” y se deplora la candidez y la inocencia, por “haber sido tan tonta” en el pasado. Esto, se echaba en cara a sí misma. De esa manera analizaba ella aquel periplo vivencial. Endureciéndose ante el mundo, aunque en el fondo seguía siendo más tierna que un melón.  

La frecuencia de los encuentros fue disminuyendo. Escasamente la veía unos pocos minutos y en muy contadas ocasiones. Pero en esos momentos él era realmente feliz. Todo cambiaba en torno a sí; las cosas tomaban una tonalidad fascinante y sensual, los colores se hacían más vivos e intensos, la gente le parecía hermosa y la vida menos áspera. Pero todo ocurría dentro de su cabeza. Ella vivía concentrada en lo suyo, en sus planes, en sus motivaciones. Inmersa en sus particulares intereses, totalmente ajena a su drama. Aunque en ausencia de ella y en virtud de esa magia, se hacía realidad su presencia infinita, y él la sentía cercana, como si siempre hubiera estado allí. Como si nunca se hubiera alejado. No obstante la distancia fue creciendo y los lapsos prolongándose. Dada su indiferencia, el poeta sencillamente colapsó. Hundido en un silencio amargo, pensó que todo su mundo se derrumbaría. Que ya nada tendría sentido para él. Entonces decidió hacer lo que hacen todos los poetas en estos casos, que es: trasegar caña de la buena; bastante caña. Los días pasaron, el poeta enflaqueció y perdió más de seis kilos, lo cual al fin y al cabo no le hizo mal, porque estaba muy gordo, aunque su aspecto no era el mejor. 

Bajo el enigma de los astros, deambulaba impreciso por derroteros de extravío, como el infierno de Swedenborg cuya lobreguez no perciben los condenados que han rechazado el cielo. Negado a toda expectativa. Oteando un horizonte oscurecido que distorsiona sus contornos y se deslíe en el viento confuso de las tormentas. Viéndose reducido al millonésimo reflejo de un vidrio roto en el medio de la calle. En el reflujo del ir y venir, llevaba su nombre grabado con fuego de hierro en el alma. Sentía crecer un tenaz y perseverante nudo de amargura en su pecho, un vértigo de soledad desesperada. Entonces lloraba como un niño perdido, buscando refugio en los rincones de lugares tristes; en los cuartos sin luz, donde el dolor se intensifica. Lloraba porque tenía miedo a perderla, miedo a no verla más. Y quiso superarlo todo y olvidar, pero ella estaba en su cabeza las 24 horas. Entonces, intuyó el tiempo que habría de sucederse para recomenzar de nuevo una vez más. Una vez más de nuevo, el tiempo de recomenzar. 

Proscrito del acontecer de los relojes y las fechas, como un dios estacionado en el siglo IV, comprendió una vez más que el cuadrado de la hipotenusa es igual a la suma del cuadrado de los catetos. Comprendió que: E=mc2. Comprendió la física de Newton, los torbellinos de Monsieur Descartes y el paradigma sintagmático. Comprendió que en Parménides, que es el comienzo de la metafísica, el ser es una cualidad real de las cosas. Comprendió la crítica psicologista de Hume, el sueño dogmático de Kant, la lógica metodológica. Comprendió todo esto, pero no al amor. No pudo comprender el amor, ni al sufrimiento que este acarrea consigo, ni a la tenaz fatalidad que transpiran sus vivencias, que sublimadas luego por la añoranza de lo que se ha perdido –como suele ocurrir-  acaba mitificando la nostalgia. 

Aunque sobrevivió. Finalmente desanudó el nudo en su pecho y logró sobreponerse a tal adversidad. Porque creía en la vida, porque amaba la vida y nada sencillamente concluía allí para él. Fue cuando comprendió también que hay cosas que no son como el creía; que es imposible hallar lo que no existe. Comprendió que era un tonto o mejor que era un estúpido irredento, un idiota incurable, y se sintió el más miserable de los seres, y se odió por eso. Así que recogió los trozos de corazón diseminados y como pudo intentó recomponerlos. Después de esto aguzó los sentidos y pretendió andar más despabilado con cara de yo te aviso, cuidándose de esos amores sorpresivos. 

Al cabo de un tiempo volvió a sus papeles, a sus poemas y cuentos, a sus divagaciones de poeta. A la perpleja contemplatividad del universo; al intrincado laberinto de ideaciones que era su mundo interno. Cargado de nuevos propósitos, saludó con entusiasmo los días, y enrumbó sus pasos por caminos ya nunca más tristes. Hacia adelante, sin volver atrás ni lamentarse por lo que había dejado. Deja las cenizas del amor tras de tí, el tiempo se encargará de barrerlas, había escrito en uno de sus poemas. Nothing gonna change my World. Limitless undying love wich shines around me like a million suns it calls me on and on across the universe. Se dijo, recordando una vieja canción de los Beatles*  

Ahora, todos aquellos días se le antojaban inmersos en una lejanía de ensueño. A la bella del cuento nunca dejó de amar. Pero ahora la miraba como algo distante y lejano, totalmente fuera de su órbita. Por su parte, ella se sumergió en un falso mundo de asfixiante rutina y excesiva cotidianidad, de superficialidad, de vanidad, de frivolidad y todo cuanto termine en dad. Un simulacro de vida. El mundo de los formalismos y las convenciones, del parapeto y la etiqueta, del reconocimiento y el botoncito, la placa y el diploma y la palmadita en el hombro. Del buenos días señor y la sonrisa obligada. Del sí señor. Como no señor. No faltaba más señor. Ahora mismo señor. Un mundo donde toda la gente es gris y se convence de estar haciendo algo importante. El tipo de persona que te dice, qué debes hacer y en que momento. Que te habla de la estrategia y de la táctica. Gente para la que, lo que no tiene precio, no tiene valor, como este cuento por ejemplo. Que suelen distraer vanamente su existencia terrícola con los artificios del lujo. Simuladores de fortuna,  de múltiples afinidades entre sí, emparentados ellos en la sangre, emparentados en el vaya usted a saber, con su comprensión chata del universo y sus flores de plástico. 

Así fueron pasando los años. Así fueron muriendo sus sueños juveniles y así, la princesa del cuento fue envejeciendo casi sin notarlo. Se convirtió en una señora seria y preocupada por sus adiposidades. Y un día lejano en el tiempo, revisando unos viejos papeles, se tropezó con esta historia. La historia de un poeta medio chiflado que amó a una princesa demasiado real, y recordó con nostalgia aquellos días cuando era joven y soñaba. 

 *Nada cambiará mi mundo. Un amor imperecedero y sin límites brilla a mi alrededor como un millón de soles llamándome a través del universo. (Across the universe).

 EDGARDO “YAYO” AGÜERO SÁNCHEZ

Caracas 4/12/08 

 
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