A partir de 1999 una nueva elite asumió el control de la mayoría de las instituciones del Estado venezolano. Desde ahí, con apoyo de una parte importante de la población, que la ha acompañado en sucesivas elecciones, viene intentando construir una hegemonía alternativa a la que existió en los cuarenta años anteriores, en medio de grandes tensiones y conflictos.
Pese a que el contenido del discurso político de la nueva elite ha venido variando desde 1999, este tiene una constante: su vehemente invocación al igualitarismo.
En efecto, la idea de igualdad, que comparten la pasada “democracia participativa” y el presente “socialismo del siglo XXI”, presupone no sólo la igualdad de todas las personas ante la ley y la igualdad de oportunidades para competir por bienes y servicios, sino también la igualdad sustancial, tanto de los bienes materiales (igualdad socioeconómica) como de la posibilidad de la participación en la definición de los asuntos públicos (igualdad política) y de la valoración de los diversos estatus sociales (igualdad cultural).
Ciertamente, el marco constitucional y las políticas públicas impulsadas en esta década, permiten comprobar una voluntad política favorable a los sectores populares y otros sectores discriminados y hacia una visión de igualdad sustancial, expresada en una reivindicación del rol del Estado para la corrección de inequidades, el aumento del gasto social, creación de estructuras extraordinarias para garantizar con más agilidad el acceso a los derechos sociales, aumento en la recaudación de impuestos progresivos y reducción en la alícuota del IVA, ampliación de las condiciones de participación de los sectores populares, capacitación técnico-productiva de los sectores populares y estímulo a su autorganización para la producción cooperativa y autogestionaria, valoración social simbólica de los sectores populares, de las negritudes y pueblos indígenas desde ámbitos de poder estatal y comunicacionales, entre otros.
Pese a ese comportamiento estatal, como lo ha reconocido el presidente Chávez varias veces, los avances en materia de igualdad socioeconómica son mínimos e, incluso, en algunos momentos, se han producido claros retrocesos.
Aunque los indicadores de desigualdad en la distribución del ingreso de 2003 a 2010 expresan una leve mejoría con respecto a toda la década anterior, se trata de logros débiles, si se comparan con la radicalidad del discurso igualitarista, la cantidad de medidas adoptadas desde el Estado y la pretensión revolucionaria de modificar la estructura social.
Concretamente, los avances en la construcción de la igualdad exigen la construcción de una economía productiva, que supere el rentismo y amplíe las posibilidades de inclusión socioproductiva y las redes de seguridad y protección social. Eso sí, colocando el acento en la economía social, y democratizando los medios de producción. Aunque ello obliga a evaluar seriamente los pésimos resultados obtenidos hasta ahora en materia de economía social, e identificar y eliminar la creación de elites económico-políticas que obstaculizan la labor reivindicativa.
En resumen, si sigue como va esta élite será apenas recordada como la revolución de la desigualdad.
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