Por Luis Fuenmayor Toro*
El año finalizó con la discusión de la posible compra por parte del Gobierno del Centro Comercial Sambil de La Candelaria, para dedicarlo a otros fines. Y hablo de compra, porque hasta este momento el Gobierno bolivariano no ha expropiado ningún bien productivo ni comercial en el país. Se ha recurrido, en el caso de algunas empresas, a la compra de acciones en la bolsa; en otros casos a la negociación directa con los propietarios, nacionales o extranjeros, llegando a acuerdos sobre los montos a pagar por las compras correspondientes. Sobre la adquisición de las edificaciones del Sambil de La Candelaria, decisión aparentemente del Presidente de la República, son muchas las cosas que se deben decir, pues no se trata de una acción carente de repercusiones importantes de carácter político, en momentos difíciles para el proceso y en medio de los preparativos de una trascendental batalla con las fuerzas opositoras.
En lo personal no me gusta visitar los centros comerciales; no soy un consumista compulsivo y no disfruto viendo vidrieras de ningún tipo. Pero, una cosa es mi posición personal sobre estas estructuras y otra es lo que significan los centros comerciales para la gente común. En las grandes ciudades venezolanas, estas construcciones se han transformado en el sitio de esparcimiento de casi todas las capas sociales del país. No se trata sólo de sitios ideales para el consumo, que lo son, sino de espacios públicos de encuentro, descanso y recreación de jóvenes y viejos, dadas las características estructurales de los mismos, su limpieza, su agradable temperatura, su decoración interior, la inmensa cantidad de servicios que reúnen en distancias perfectamente caminables, las facilidades de acceso y, sobre todo, la seguridad que brindan a los usuarios. Tienen todas las ventajas de las que carecen completamente los espacios públicos de Caracas y de otras ciudades.
No hay motorizados arrancando carteras ni transitando por las aceras o golpeando en forma salvaje los espejos retrovisores de los vehículos que, en alguna forma, le dificultan su veloz carrera. Tampoco hay vehículos que se nos tiren encima o que no respeten la luz roja de los semáforos o simplemente que nos intoxiquen con el monóxido de carbono o los gases producidos por la mala combustión. Los atracos, hurtos, arrebatones y agresiones son considerablemente menores que en el resto de los espacios citadinos. No tropezamos con la suciedad y la basura acumulada como ocurre en calles y avenidas, ni tenemos que lidiar con buhoneros que se apropian de nuestros espacios, para vender en forma por demás agresiva y abusiva. Existen suficientes sitios donde caminar y sentarse a descansar o simplemente a contemplar lo que ocurre a nuestro alrededor, para ver a la gente, para conversar y para departir con tranquilidad.
Los centros comerciales han pasado a ser el substituto de los inexistentes parques, plazas, paseos, jardines y otros sitios de esparcimiento y descanso, que existen abundantemente en las ciudades europeas, por ejemplo, y que en nuestro país no han sido motivo de preocupación de alcaldes y otros gobernantes. Cerrar un centro comercial o impedir la apertura de alguno próximo a inaugurarse puede ser tomado como una agresión hacia la gente, que los utiliza y los disfruta en innumerables formas. Por otra parte, en el caso del Sambil de La Candelaria se trata de una construcción que ha debido cumplir con los requisitos y los permisos correspondientes y que tuvo que ser autorizado por la Alcaldía del Municipio Libertador. Es improcedente que si alguien cumple con los requisitos exigidos y planifica la realización de una tarea a largo plazo, sus planes se vean frustrados porque, en un momento particular, a un funcionario se le ocurra, no se sabe por qué, impedir la continuación de planes previamente aprobados por ese mismo gobierno.
Adicionalmente, se establece una confrontación, que afecta al pueblo, en momentos en que el Gobierno está interesado en obtener precisamente un gran respaldo popular. Es obvia la contradicción. Pero hay también una hecho adicional, que no se puede pasar por alto. El Alcalde del Municipio Libertador no es un subalterno del Presidente en los mismos términos que lo son los ministros, viceministros y otros funcionarios. No. El Alcalde fue electo por la gente y no es un burócrata designado por Chávez. Su mandato proviene de la soberanía popular y tiene sus atribuciones perfectamente señaladas en la legislación vigente. El Presidente, por el hecho de ser presidente, no lo puede mandar a hacer esto o aquello. El Presidente no lo puede todo. No puede, por ejemplo, poner una boleta de tránsito, ni firmar un cheque de la Gobernación del estado Vargas.
Además, el único alcalde que ganó en Caracas está siendo interferido en su acción de gobierno por el presidente Chávez. Esto es políticamente inconveniente y así lo debería entender el Jefe del Estado.
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* Médico, ex Rector de la Universidad Central de Venezuela
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