Por Juan Carlos Apitz
Las condiciones infrahumanas y deplorables de las cárceles; la deficiencia en los servicios de transporte para el traslado de los reos; el retardo procesal; las violaciones a los derechos humanos y la debida asistencia jurídica de los presos; las muertes violentas de reclusos; el tráfico de armas y drogas; el hacinamiento, etc., nos demuestran que nuestro sistema penitenciario no está interesado en el tratamiento, reeducación, rehabilitación y futura reinserción social de los reclusos, sino más bien en barrer con su dignidad.
En Venezuela existen treinta cárceles nacionales, todas adscritas al Ministerio del Poder Popular para Relaciones Interiores y Justicia, ubicadas en diferentes regiones, sin embargo siete de ellas están situadas en el área metropolitana y albergan una cuarta parte de toda la población penal del país. Del total de cárceles, solo una es un centro de reclusión exclusivamente femenino, los veintinueve centros restantes son para reclusos masculinos aunque en quince de ellos se encuentran anexos femeninos con un bajo número de reclusas.
Desde 1988 hasta 1996 no se construyeron nuevas prisiones y fue a finales de ese año que se abrieron nuevos centros, como anexos de otras prisiones ya existentes. Esta capacidad adicional se vio desbordada con el cierre y demolición del Reten de Catia en 1997. El deterioro crónico de la infraestructura penitenciaria, la sobrepoblación y la carencia de presupuesto, atentan contra las condiciones mínimas para una vida en cautiverio adecuada. En la mayoría de los centros penitenciarios se evidencian problemas en las tuberías de aguas blancas y negras, acumulación de basura y deterioro de los sanitarios y celdas, además de graves fallas en el suministro eléctrico y de agua potable. El deplorable estado de las edificaciones penitenciarias obedece a su antigüedad, el uso intensivo y la falta de inversiones para su mantenimiento.
La capacidad de las cárceles permite alojar a 12.000 prisioneros, sin embargo la población penal del país alcanza hoy a 32.624 internos, de los cuales 21.825 son procesados y 9.287 son penados. Una consecuencia evidente de esta sobrepoblación es el hacinamiento, la insalubridad, el colapso de los servicios básicos y la violencia.
En cuanto a la alimentación, ella genera mayor número de abusos ya sea por distracción de fondos y/o apropiación indebida de los mismos, lo cual origina una precaria alimentación del recluso, una deficiente preparación de los alimentos y una distribución en condiciones injustas. Muchos internos dependen de sus familias y de la solidaridad entre ellos para su suministro y complemento.
La violencia carcelaria tiene sus orígenes en la infraestructura precaria; el hacinamiento; la falta de clasificación de los reclusos; el trato dado a los visitantes; el retardo procesal; el traslado a los tribunales; la corrupción; los excesos y abusos de custodios y guardias; la impunidad; y el sostenimiento del ocio. Esa violencia se eleva a la enésima potencia por el tráfico y consumo de drogas, los conflictos por control territorial y el tráfico de armas.
Somos un país con un gobierno rico pero con un pueblo pobre, cuya población reclusa es una marginalidad dentro de una marginalidad. La indiferencia para resolver nuestra situación penitenciaria ha generado un monstruo. Es un monstruo grande y pisa fuerte toda la pobre inocencia de la gente, como entonaba Mercedes Sosa.
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