Por Leopoldo Puchi
La crisis económica y social por la que atraviesa Estado Unidos ha creado en ese país una atmósfera política muy tensa y marcada por una polarización sobre diferentes problemas, entre los que destacan los relacionados con la reforma del sistema de salud, el desempleo y el tratamiento de la inmigración. Las pulsiones primitivas se revuelven en el seno de esa sociedad y los valores fundadores del individualismo y de la libertad son asumidos de manera incoherente y contradictoria, lo que se refleja en leyes racistas, como la que hace pocos meses fue aprobada en Arizona, y en la legislación que permite un control de un Gran Ojo sobre todos los individuos, con el supuesto propósito de frenar el terrorismo.
Es una crisis grave y profunda, que ha generado reacciones contrapuesta. Por un lado, se han fortalecido sentimientos progresistas que buscan compensaciones sociales, como la reforma del sistema de salud. El ascenso de Barack Obama es expresión de estas corrientes. Al mismo tiempo ha tenido lugar un brote virulento de la extrema derecha, que se expresa en el surgimiento de nuevos alineamientos políticos como el Tea Party y la acogida en densos sectores de la población de la ideología que representa, contraria a todo reordenamiento de la organización social que tenga un matiz progresista. La historia muestra que en épocas de crisis, de demandas sociales y de ascenso de las ideas socialdemócratas o de izquierda surgen movimientos populistas de signo fascista, que intentan detener los cambios.
Lo más grave es que esto ocurre en un país donde el tráfico de armas está legalizado y en el que existe una larga tradición de magnicidios. Lo de Gabrielle Giffords no es una rareza. Y que haya ocurrido en el estado de Arizona, tampoco es casual. La prédica reaccionaria ha tenido, y tendrá, sus efectos. No se trata de un simple “libelo de sangre”, sino de hechos concretos.
La administración del Partido Demócrata está sujeta a las presiones de esos sectores. Tal vez ello explica la tibieza para enfrentar la crisis financiera así como los vaivenes de su política exterior. El episodio de la designación de Larry Palmer como embajador en Caracas es una manifestación de esos bamboleos, que van de una Hillary Clinton sonriente en Brasil, dispuesta a postular otro diplomático, al improvisado cambio de postura, sin explicación.
Ni los demócratas están convencidos de una nueva política hacia América Latina, ni los republicanos se la permiten. Los ultras son fuertes y acosan sin contemplación. Por esto Arturo Valenzuela va para adelante y para atrás. No son las instituciones democráticas lo que les inquieta, sino la reestructuración de las relaciones en el hemisferio, el inevitable debilitamiento de la OEA y la emergencia de nuevas realidades como la Comunidad de Naciones de América Latina y del Caribe.
Que los del Partido Demócrata estén confundidos, es natural. Pero que en Venezuela factores decisivos de la oposición respalden la designación de Larry Palmer después de lo que dijo, o que apoyen una intervención de la OEA bajo presión estadounidense, como en los viejos tiempos, resulta suicida porque se lesiona severamente su capacidad de representación política del interés nacional. Esta es una de las secuelas lamentables de la polarización.
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